El Retrato de la madre de Goya es una instantánea gastronómica captada con agilidad y acierto por Domingo Buesa, catedrático de Historia del Arte y Presidente de la Real Academia de Nobles y Bellas Artes de San Luis. Un retablo dieciochesco en el que bullen las ollas de barro y aúllan los estómagos paupérrimos a los que se dirigía su coetáneo, el cocinero aragonés #JuanAltamiras.

✍️ Arturo Gastón. Periodista. Director del proyecto divulgativo Juan Altamiras:

En el libro de Buesa emergen los sabores, aromas y laminerías del pintor en diferentes etapas de su vida.

Acabo de finalizar la lectura de una obra que me ha dejado un inesperado y sabroso retrogusto. ‘El retrato de la madre de Goya’, última y reciente novela de Domingo Buesa, es un frondoso relato detectivesco narrado en primera persona por el mismísimo genio de Fuendetodos. Es un vibrante fresco de nuestro siglo XVIII, tan apasionante y esencial como devastador. Son los Broqueleros, el Motín de Esquilache, la sombra de la Santa Inquisición, el sonido de la guillotina de nuestros vecinos, la melancólica ilustración exiliada, las viñas cariñenenses del conde de Aranda, cuyo codiciado vino viajaba más allá de los Pirineos hasta terminar en los labios del mismísimo Voltaire.

También es, y aquí viene lo inesperado del asunto, una instantánea gastronómica captada con agilidad y acierto. Entre las páginas de Buesa podríamos decir que emergen los sabores y texturas, aromas y laminerías de un Francisco de Goya en diferentes etapas de su vida.

Pinceladas gastronómicas

El catedrático de Historia del Arte y Presidente de la Real Academia de Bellas Artes de San Luis, Domingo Buesa, disfruta aportando pinceladas gastronómicas a las páginas de su entrañable novela. De pronto surge un ingenioso Moratín, si bien es cierto que en sus horas bajas de Burdeos, que se pelea amistosamente con otro exiliado, su amigo Paco Goya, por unos deliciosos canelés, «que me han dicho están recién hechos… Y recién emborrachados de caramelo». Escenas de glotonería y ternura, en las que ambos auguran el éxito y una fulgurante comercialización de esta laminería. Irresistibles canelés de Burdeos, de los que aseguran ser: «un dulce tan antiguo que crearon unas monjas utilizando los alimentos que les regalaban».

Moratín y Goya estuvieron acertados al augurar tantos éxitos a estos pequeños bizcochos perfumados con ron y vainilla, caramelizados en su exterior, cilíndricos y estriados, como canalones o canelones fragmentados. En resumen: si vas a Burdeos, no lo dudes, hazles caso y pregunta por sus canelés.

Así mismo, en abundantes capítulos compartimos vivencias con un joven brillante e infatigable, hedonista y audaz Manuel Lasala, que avanza a brincos por delante de su época, entra y sale de tabernas de mala muerte donde consume los alcoholes del momento, sin imaginar que pasaría a la Historia como un insigne Diputado en las Cortes nacionales y precursor del aragonesismo, entre otros muchos méritos. Un personaje esencial para el desarrollo de la novela, que suma un ingrediente vertiginoso a la genialidad de este retablo de la Zaragoza de Carlos III, y la España del felón, Fernando VII.

En varias ocasiones nos sentaremos en las mesas de la taberna de Mariquita, que ha llegado a nuestros días rebautizada con el exótico nombre de Taberna El Lince, donde un adolescente Paco Goya tocaba la guitarra por unas monedas, y en cuyas paredes trazó algunos de sus primeros dibujos. En sus páginas encontramos cuestiones que nos ayudan a comprender la actualidad, como el origen de los restaurantes europeos, que restauraban el cuerpo ya que del espíritu se encargaban otro tipo de cocineros. Asistimos al nacimiento de los cafés o a las primeras restricciones dietéticas con fines estéticos: «Habéis leído a Jovellanos cuando recomendaba dieta, amigo mío, dieta si es preciso hasta el punto de desear echar el diente a una esquina».

Y qué decir de la relación de Goya con los cartujos, sobre todo cuando afirma que le «…dejaron comer su famosa olla cartujana, en la que no faltaban algunos pequeños cuajones de huevo batido, que tanto me gustan, entre muchas hojas de verduras, hortalizas y unos pocos garbanzos nadando en el caldo».

Y si apetece una nota de coctelería, en un capítulo de la novela el autor desarrolla la elaboración y relevancia de una maravilla bien fresca y bebible: «más propia de la corte que de los súbditos». Tomen nota, es un acontecimiento, un manjar especial, es la Bebida Imperial: «A la horchata bien espesa, le podemos echar dos cosas: la carne de dos gallinas jóvenes…. , o una libra de bizcochos bien molidos». No desvelaré esta receta que concluye envuelta en nieve para conseguir una pausada congelación a modo de granizado.

No obstante, si hablamos de tentaciones culinarias debemos hacer una mención especial al turrón de chocolate con guirlache de almendras, que llegaba a la residencia madrileña de Goya gracias a los envíos que hacía su íntimo amigo Zapater desde Zaragoza. Turrón de chocolate «… del que todos saben que hago grandes alabanzas, puesto que si los turrones no son de Zaragoza me parece que no son tan buenos», sostenía el de Fuendetodos.

El chocolate

La presencia del chocolate entre las apetencias de Goya es constante, en especial si está cabreado consigo mismo o con el felón, o con su hijo el vividor. Y ahí está su amigo Braulio Poc para ofrecerle otra taza grande, «de esos chocolates de amigo del dueño, y que no falten los frutos de sartén…Y esa especie de pan frito, que él ha traído de no sé dónde y le está haciendo de oro». De nombre Demonio frito, según los que habían regresado de las Américas, pero quizás el churro deba su nombre «al que le dieron los pastores castellanos, cuando estaban en el monte y lo podían hacer en hogueras, sin necesidad de tener horno de leña. Fíjese si es así que algunos los llaman ovejas fritas».

Sea como fuere, concluyo con un consejo. Si vas a llevar a cabo un evento, reunión vecinal o convocatoria de prensa, recomiendo que se adopte la astuta práctica de la Casa de Ganaderos. Como indica el autor, esta institución, la más antigua de España, con sede junto al Teatro Principal de Zaragoza, y que mantiene su espíritu en gran medida gracias al secretario de su Fundación, Armando Serrano, regalaba chocolate en aquella época para asegurarse el éxito de convocatoria en la celebración de sus tediosas Juntas.

Disfrutad de esta novela, es un brindis luminoso en tiempos de sombras.