CONVENTOS Y ESPACIOS FRANCISCANOS: LAS CASAS DE FRAY RAIMUNDO GOMEZ
Los conventos de los frailes menores o franciscanos, como los de otras órdenes mendicantes, parten del modelo cisterciense, un arquetipo de obedecía a un sistema uniforme para cualquier sede, de cualquier tiempo y lugar, que San Bernardo configuró para dar soporte material y arquitectónico a su Regla. Ora et labora: los espacios funcionales de los cistercienses respondían al régimen de la vida monástica, adecuándose al ritmo de la liturgia de las horas que seguía la comunidad. Desde los cenobios más simples a los gigantes monasterios, existió un formato básico perfectamente regulado por sus constituciones. Tal vez su elemento más significativo fuera el claustro, una estructura que articulaba las dependencias principales: la iglesia, la sala capitular, la sala de los monjes, el refectorio y el lavatorio, el dormitorio, etc.
En los primeros tiempos de los predicadores y los franciscanos -las organizaciones pioneras de la Iglesia en el inicio del siglo XIII por su combate contra la herejía y contra la insolvencia de la clerecía-, sus instalaciones fueron acordes a su espíritu de pobreza y austeridad, tratando de seguirlo al pie de la letra. Pero el éxito del mensaje evangélico que transmitían llevó consigo la multiplicación del número de sus miembros y de sus casas, que se propagaron por toda Europa rápidamente. Los dominicos fueron los primeros en darse un sistema de organización que permitiera compatibilizar su carisma con la estructuración de sus necesidades materiales. Los menores tuvieron más problemas, ya que en su idea de la pobreza convivían el fin y los medios, confrontándose los espirituales o fraticelli con los conventuales, hasta que San Buenaventura estableció una organización muy similar a la Orden de Santo Domingo.
De este modo, las primeras casas de ambas religiones fueron muy elementales, pero con el tiempo se fueron consolidando y mejorando, e incluso, a causa de la aceptación de las limosnas de particulares, se dotaron de grandes espacios de culto y formaron enormes recintos que dieron lugar a extraordinarios conjuntos arquitectónicos. En todo caso, siempre existió en ellos una cierta poética de austeridad y simplicidad estructural, de modo que, incluso en los edificios que se adornaron con la moda del barroco, puede destilarse un proyecto de gran racionalidad constructiva.
San Lorenzo de La Almunia (dcha.) según Ricardo Usón.
Si bien el esquema funcional de los conventos de los mendicantes siguió, también al principio, muy de cerca el sistema cisterciense, la diversidad de su misión hizo que pronto se modificaran sus características. Debe tenerse en cuenta que, así como los monasterios del Cister se emplazan en lugares apartados de villas y ciudades y cuentan con las áreas complementarias y necesarias para su vida de clausura, los mendicantes se ubican junto a las poblaciones y, aunque sus miembros viven de forma comunitaria, desarrollan su principal trabajo fuera del convento. Se trata de una actividad más individual y para la que precisan una importante preparación, por ello tuvieron una enorme importancia los espacios destinados a estudio y las librerías o bibliotecas.
Los templos cistercienses se diseñaron para su liturgia procesional y comunitaria, con grandes áreas corales y numerosos altares para la celebración eucarística de sus presbíteros. Por el contrario, los de dominicos y franciscanos requerían grandes espacios para la predicación, sin estorbos, estando proyectados para albergar principalmente a los fieles. También la condición personal de la misión llevó a que los mendicantes instituyeran muy pronto el sistema de celdas individuales frente a los grandes dormitorios comunales. La dinámica de clausura sería sustituida por un régimen más abierto, en el que los laicos accedían a determinados espacios, como salas de oración o de estudio, y así se fueron organizando los conventos con una mayor flexibilidad arquitectónica, incluso algunos dispusieron de varios claustros.
(Dibujo realizado a partir de Peirote-Zulueta)
La evolución de los mendicantes en su primer siglo de existencia la podemos observar en Zaragoza analizando las plantas de las casas de Santo Domingo y San Francisco. Véase el templo inicial de los predicadores, de formato románico -pronto ampliado a dos naves-, o el primitivo de los menores en el barrio de San Agustín, en comparación con el enorme buque edificado por ellos a lo largo del siglo XIV en Cinegia[i]. O las naves gigantes de los dormitorios comunitarios de ambas casas, ampliadas después con pabellones de celdas individuales. O la diversificación de sus instalaciones, que contaron con varios claustros, grandes librerías y áreas de estudio. San Francisco llegó a contar, incluso, con el colegio de San Diego, edificado en el siglo XVII, donde -como ya vimos en otra ocasión[ii]– estuvo fray Raimundo Gómez[iii] entre 1764 y 1767. Lugares ambos que nos ponen en la pista de este fraile, abriendo el camino para conocer algo más de los recintos donde desarrolló su actividad en el curso del setecientos.
Nacido en la Almunia de Doña Godina en 1709, profesó como hermano lego en el convento de San Lorenzo de los menores de dicha ciudad en 1725. Sus primeros años en la Orden debieron transcurrir entre aquella casa y el cercano convento de San Cristóbal de Alpartir, cenobios en los que desarrolló su labor como cocinero y donde iría preparando las notas para su afamado recetario, que publicaría en Madrid en 1745 bajo el seudónimo de Juan Altamiras. Posteriormente parece que residió un tiempo en Zaragoza y, tras su estancia en el colegio de San Diego, se trasladaría al convento de Santa Catalina del Monte de Cariñena, donde fallecería hacia 1771.
San Lorenzo (La Almunia de Doña Godina)
La casa de La Almunia parece remontarse al siglo XV. Diversas fuentes la citan entre las casas adscritas a la observancia de Nuestra Señora de la Vega en 1425, un dato que se constata en un memorial de María de Castilla de 1438, donde figura en un listado de los conventos observantes de la provincia de Aragón, juntamente con los cenobios vecinos de San Cristóbal de Alpartir o Santa Catalina de Cariñena[iv]. En todo caso, las edificaciones definitivas de San Lorenzo responden a una fundación que tuvo lugar en 1605, según recoge la crónica de fray Félix Vallés de Asensio[v], quien además señala que sólo dieciocho años después lo habitaban 31 religiosos y entre sus instalaciones disponía de un estudio de formación en filosofía. A tal fin la cofradía del mismo nombre había cedido el terreno necesario, ubicado a la salida de la villa, frente a la Puerta de la Balsa[vi], en el camino de Cariñena, según capitulaciones firmadas con los menores el 27 de marzo de 1606, reservándose para sí “el altar mayor, la posibilidad de enterramiento en la iglesia y el derecho de uso del refectorio de los monjes para comidas de hermandad”[vii]. El templo comenzaría a ser edificado al año siguiente. El retablo mayor sería realizado por el escultor local Francisco Asta. En 1762 se instalaron a sus lados sendas estatuas de Santo Domingo y San Francisco, hoy ubicadas en la parroquial de la Asunción. En la sala capitular la comunidad dispuso un altar bajo la advocación de la Purísima Concepción.
Imagen: miniguias.com
Imagen: es.wikiloc.com
El convento sufrió numerosos avatares a lo largo del tiempo. Del setecientos deben reseñarse la inundación de 1731 y el incendio de 1752, en el que desapareció la biblioteca, y cuyas labores de reconstrucción se alargaron durante más de un año. Tras la guerra de la Independencia, tiempo en que fue utilizado por el ejército francés como fuerte -por encontrarse extramuros, de donde le viene su denominación popular[viii]-, sería nuevamente pasto de las llamas en 1812, pasando a manos particulares tras la exclaustración que siguió a la desamortización de Mendizábal. Tras mucho tiempo utilizado como almacén, por fortuna, en la actualidad se conserva el magnífico edificio de la iglesia -reconvertido en espacio de actividad cultural de titularidad municipal- así como los restos de una de las pandas claustrales.
El templo es un bello edificio de planta de cruz latina con cúpula sobre el crucero, construido con mampostería y ladrillo. La nave comprende cuatro tramos, tres provistos de capillas laterales y el correspondiente al coro alto, a los pies de la iglesia. La cabecera es recta y dispone de una capilla a modo de trasagrario cubierta con bóveda de cortados, realizada en 1667. Las naves se cubren con cañones y lunetos, que arrancan de las cornisas dóricas que rematan las pilastras toscanas que ordenan el espacio. Solo quedan pinturas en las pechinas del crucero, conteniendo los emblemas franciscanos. Permanece la huella del órgano sobre la tercera capilla del lado de la epístola, al que se accedía desde el coro. Todo el edificio responde a la simplicidad estructural típica de la arquitectura mendicante.
Por los restos conservados, puede inferirse que el claustro conventual disponía de siete arcos en cada uno de los alzados. Nada más puede deducirse de aquéllos, por lo que sobre las demás instalaciones sólo pueden aventurarse hipótesis basadas en las formas habituales de las casas de los menores. Así podemos contemplar analogías con el convento zaragozano de Santa María de Jesús, fundado bajo el patrocinio de la reina María de Castilla en 1452 y que fue objeto de importantes reformas arquitectónicas en el seiscientos. Desaparecido por completo en el siglo XX, las últimas fotografías presentan una forma de su templo muy similar a la de San Lorenzo, incluyendo el bloque adicional del trasagrario. Además de la iglesia y sacristía, en la planta de distribución es posible deducir los elementos clásicos de la funcionalidad franciscana, con su claustro lateral a la iglesia articulando las crujías que lo conformaban, en las que estaban comprendidos, en dos niveles, según un inventario[ix] de 1837, los espacios correspondientes a las celdas –al menos 13 en la planta baja y 11 en la superior-, portería, escalera principal, librería, botica, carbonera, refectorio, cocina y recocina, aljibes, y la llamada iglesia vieja, sin duda el espacio de culto del cuatrocientos, tal vez reconvertido en sala capitular.
Una de las casas de las que se han conservado los principales bloques se corresponde con el convento del Salvador, en Pina de Ebro, edificado en el quinientos y hoy reconvertido también en centro cultural. Todavía su iglesia de nave única se cubre con bóvedas de crucería y dispone de capillas entre contrafuertes y cabecera de planta poligonal, heredera del formato del gótico tardío. En el seiscientos sería ampliada en sus pies con tres cortos tramos de cañón, posibilitando la instalación del coro alto. En el flanco de la epístola se dispone el claustro, que comprende dos niveles, ciego el superior -salvo sus cuatro ventanales axiales- y abierto el inferior, con cuatro arcadas en cada uno de los frentes compuestas por vanos geminados de arquitos de medio punto y columnas toscanas, evidenciando una composición renacentista, si bien las pandas se cubren con bóvedas de crucería. Las crujías que rodean el claustro comprenderían las dependencias funcionales tradicionales.
San Cristóbal (Alpartir)
El convento de San Cristóbal de Alpartir es el único que aparece mencionado en el Nuevo arte de cocina, sacado de la experiencia económica de su autor, de Juan Altamiras, por lo que sin duda fue un lugar donde el franciscano desarrolló sus importantes dotes culinarias. Se trata de un cenobio completamente diferente a los anteriores, pues se corresponde con un emplazamiento de carácter eremítico, aislado de las poblaciones, sobre las faldas de la sierra de Algairén, inscrito en un bello paisaje, “un apacible sitio –en palabras del cronista fray Juan Bautista de Exea, de 1773- que hermoseaban las viñas, higueras, y otros árboles que llegaban hasta el eremitorio”[x]. Inicialmente servía como lugar de retiro y oración a los frailes, y parece que sus primitivas y sencillas instalaciones –poco más que unas casillas anexas a una ermita de San Cristóbal presidida por una estatua hoy custodiada en la parroquial de Alpartir- fueron construidas por los menores bilbilitanos en el cuatrocientos, adscribiéndose a la observancia en 1425. Sólo tiempo después, se constituyó como convento propiamente dicho, al parecer hacia mediados del siglo XVI.
Se ha señalizado la cerca, los edificios principales y las ermitas (según Ricardo Usón)
Imagen elaborada a partir de Google.maps
La orografía del emplazamiento hace que fuera imposible desarrollar sus edificaciones según las disposiciones ordinarias -ciertamente regulares- de las casas franciscanas, debiéndose adaptar a las pendientes, con dependencias excavadas en el terreno o dispuestas en distintos niveles. De las ruinas arquitectónicas que en la actualidad pueden observarse y siguiendo a Exea -a través de su examen de los libros de cabreo-, pueden deducirse cómo fueron aquellas instalaciones, que adquirieron su esplendor precisamente en la época de Juan Altamiras, cuando el templo conventual fue reedificado decorándose a la moda de su tiempo.
El recinto estaba completamente cercado por una serie de gruesos muros rectilíneos que seguían las ondulaciones de la montaña[xi], dejando en su interior una superficie muy extensa. Fueron construidos por fray Juan Xinto entre 1651 y 1660, desarrollaban una longitud perimetral de 3.330 varas y se elevaban tres de altura, invirtiendo el convento en ellos la suma de 4.000 escudos.
En la cota inferior se encontraba la puerta, abierta en la cerca, precedida por un humilladero en el que estaba grabada la acogida franciscana “pax tibi…” y flanqueada por la portería, edificio que fue costado por un Justicia de Aragón de la noble casa de Lanuza cuando ya eran condes de Plasencia, quien se ofreció para “mantenerla quedándose el convento con las llaves” de modo que pudiera “usar de ella para hospedar a sus huéspedes”. Este bloque fue complementado con otro “cuarto”, también destinado a hospedería, que costeó Juan de Ressendi, caballero de Maluenda y servidor de Carlos V en Flandes, quien vivió sus últimos días retirado en el convento.
A.Entrada; H.Portería y hospedería; Z.Plaza; E.Entrada iglesia; N.Nave; P.Presbiterio; C.Coro alto; S.Sacristía; K.Claustro; F.Casa de los frailes (Celdas, hospital, refectorio, librería); B.Balsa
Imagen elaborada a partir de Google.maps
Una vez sobrepasado el portillo se llegaba a una explanada o plaza desde la que se accedía tanto a la iglesia, en su misma rasante, como al punto donde nacían las dependencias de los frailes, organizadas en varios niveles, en cuyo ángulo debía estar la “lámpara de la comunidad”. Las principales construcciones surgieron desde allí y perpendicularmente a la nave de la iglesia, configurando entre ambas el llamado claustro mayor, edificándose un bloque acoplado a la colina cuya primera fase comprendía seis celdas en la rasante de acceso, bajo las cuales, en la cota del claustro, se ubicó la enfermería, y sobre las que se encontraban los graneros. Seguidamente se añadieron sendas celdas, una sobre otra, destinadas a los padres guardianes –arriba- y los provinciales –abajo-. La crujía se ampliaría en 1683 con dos celdas en el piso intermedio, sobre las que se instaló la librería, y cuyas celdas inferiores estaban destinadas respectivamente a los padres secretarios y al donado de la provincia. Finalmente, en 1725, el alargado inmueble se completaría con un módulo de tres celdas, una sobre otra, costeadas por Josef de Urriés, quien se retiró en el convento en sus últimos días y fue enterrado en el panteón.
La iglesia debía responder a un sencillo espacio de nave única y ábside de planta poligonal cubierto por bóvedas de crucería que fue objeto de reforma y ampliación en 1750, momento en el que adquirió la fisonomía que muestran sus restos, ornamentados con molduras clasicistas propias de la decoración barroca. Tal vez dispusiera capillas laterales entre los contrafuertes, aunque las crónicas mencionan también altares, por lo que lo más probable es que la simple estructura gótica se mantuviese prácticamente intacta en el setecientos.
En el presbiterio había tres altares. El principal correspondía a la advocación de San Cristóbal y estaba flanqueado por sendas puertas inscritas en los muros que formaban los chaflanes que daban paso a la sacristía, una amplia sala rectangular del mismo ancho que la nave decorada con molduras del mismo tenor que ésta, y que por su configuración tal vez albergaba el trasagrario. Dicha sacristía disponía de sendos altares dedicados a la Purísima Concepción –costeado por la casa almuniense de los Sayas- y a Santa María Magdalena –cuya capilla fue realizada por la casa de los Ortuvias-, y tenía un piso inferior, necesario para acoplarse a la orografía, en el que existe una sala equivalente, tal vez destinada a bodega.
En los flancos del ábside, formando parte del presbiterio, se encontraban los retablos de San Francisco y San Diego, hoy ubicados en la parroquial de Alpartir y entonces en los lados del evangelio y la epístola, respectivamente. Tanto estos retablos como el mayor fueron costeados por el almuniense Tomás Martínez Bochín, regente de Aragón, cuyos restos serían sepultados en el convento. A continuación, en el primer tramo de la nave, debían hallarse, correspondientemente, los de San Antonio de Padua y San Pedro de Alcántara –éste costeado por la casa de los Engueras de Épila-. El siguiente tramo de la nave debía comprender la puerta de entrada a la iglesia y frente a ella o en su costado, el altar del Santo Cristo, cuya capilla fue costeada por el también almuniense Juan de Vera, padre de la condesa de Fuentes, fundadora del colegio de San Diego de Zaragoza.
La crónica señala que la nave tenía una anchura de 38 palmos y medio, y que la distancia que había desde la pila de agua bendita hasta la barandilla que cerraba el presbiterio era de 60 palmos, unas ajustadas dimensiones que hacían que cuando tenía lugar la “Missa de Terno” tenía que ponerse “el subdiácono sobre la losa del carnerario”, la cual se hallaba “casi en medio de la iglesia”. Ésta disponía, finalmente, a los pies, de un tramo adicional que ampliaba el espacio en una longitud de 50 palmos, tramo donde se encontraba el coro alto y bajo éste una capilla que costeó la casa del conde de Plasencia.
Posiblemente en la crujía adosada al templo en el lado de la epístola y formando parte del frente claustral se encontrará la sala capitular, costeada por la casa almuniense de Garay, que albergaba dos carnerarios, uno para ella y otro para la comunidad. La misma sala se conformaba como una capilla, la cual fue dedicada en 1707 a San Miguel, costeando su retablo Francisco Jimeno, regente de Alpartir. Posiblemente en el lado contrario del claustro, en la zona más estrecha y en dirección a uno de los grandes aljibes, se encontraban otras dependencias como la cocina, reconstruida en 1704, junto a la cual debieron ajustarse en la cota del claustro el refectorio y los cilleros.
Aunque en el centro del recinto existe una fuente de agua fresca de la montaña, para el cuidado de las plantaciones, fueron construidas dos balsas. La llamada balsa alta la realizaría en 1685 fray Matías Foyas, invirtiendo 1.550 libras, la baja se realizó en 1736 y costó 500. Desde ellas se alcanzaban los bancales de las huertas conventuales, en los que, según Bosqued, “las hortalizas y los parrales se alternaban con las higueras”.
El convento de San Cristóbal contaba, finalmente, con sendas ermitas. En 1613 el padre guardián fray Clemente Tejero construiría la dedicada a San Clemente, ubicada junto a la cerca en el sector oriental. Pocos años después, en 1652, sería edificada dentro del recinto, en la zona alta, la dedicada a Nuestra Señora de Pilar, costeada por Jaime Ximénez de Ayerbe, canónigo del Pilar y abad de Montearagón.
Contrariamente a otras casas franciscanas ubicadas en las ciudades o en lugares expuestos –como las zaragozanas de San Francisco y de Nuestra Señora de Jesús o la cariñenense de Santa Catalina del Monte-, San Cristóbal, gracias a su situación geográfica, salió indemne de la guerra de la Independencia, de forma que allí tendría lugar el capítulo provincial que siguió a aquélla, en el que trató de reorganizarse la Orden. Sin embargo, la comunidad tenía los días contados, pues con la exclaustración de 1836 los menores abandonarían aquel recinto para siempre. Todavía se encontraba en buen estado a mediados del ochocientos, cuando Madoz lo describía así: “A distancia de 1/3 de legua de la población, en medio de un monte, se encuentra un convento que fue de frailes franciscanos menores, situado en un punto delicioso. El edificio es bello y la iglesia de bastante buen aspecto: en el día no tiene destino ni aplicación alguna. Tiene una cerca contigua, que circunvala el monte, con varias ermitas y una huerta que en años abundantes de lluvia cría especiosas hortalizas: fuera de la cerca y como a mil pasos de distancia hay otra ermita dedicada a San Clemente”[xii].
Santa Catalina del Monte (Cariñena)
Fray Raimundo Gómez terminó sus días en el convento de Santa Catalina del Monte, ubicado a una legua de la ciudad de Cariñena. Como en los casos anteriores, se trata de una casa relacionada con la custodia de la Virgen de la Vega en la temprana fecha de 1425. Su posición algo alejada de la ciudad aprovechaba la ermita dedicada a la mártir, un emplazamiento que se comprende, además, desde la idea de servicio que los frailes prestaban a otras poblaciones próximas como Tosos o Paniza, ubicándose en un paraje que las crónicas franciscanas definían como “el más sano que hay en todo el Reino de Aragón”, sobre un ligero altozano rodeado por tres cercas –la exterior circunvalaba las plantaciones y la interior las construcciones- que dejaban en su núcleo el cenobio, del que hoy no quedan sino ruinas.
Imagen: Heraldo de Aragón
En su Crónica Real, refiere Hebrera[xiii] que era tradición en aquella casa asentir que el convento nuevo había sido fundado por San Bernardino de Siena, quien habría visitado el lugar, conservándose la celda original en la que estuvo alojado. Sin embargo otros cronistas franciscanos ponen en duda el dato histórico, ya que este santo fallecería en Italia en 1444. En todo caso, parece cierta la presencia de uno de sus discípulos, fray Juan de Capistrano, en aquellas fechas, así como el hecho de que fuera entonces cuando comenzó a tomar forma el establecimiento.
Los restos arquitectónicos son escasos, pero al menos permiten descubrir buena parte de la planta del convento[xiv], edificado en su mayor parte con mampostería de piedra y argamasa. De la iglesia se han conservado sendos tramos del muro de cierre de la fábrica en el lado del evangelio con sus correspondientes contrafuertes, descubriendo que las capillas laterales inscritas entre estos últimos se cubrían con bóvedas de cañón apuntado, técnica que retrotrae la edificación del templo a los mismos tiempos de la fundación, en la primera mitad del cuatrocientos, todavía utilizándose un formato estructural de tipo gótico. Por otra parte, el número de contrafuertes, cuatro en cada lado, define un templo que inicialmente disponía tres tramos, seguramente cubiertos con bóvedas de crucería[xv]. En 1673 estas capillas laterales albergaban las advocaciones de la Purísima Concepción, San Diego, Nuestra Señora de las Nieves y el Santo Sepulcro.
El testero debía ser recto, al no existir huellas de ábside poligonal como hubiera sido corriente. En el lado de la epístola y superpuesta al primer contrafuerte debía encontrarse la torre, la cual debió ser reformada y recrecida con estructura de ladrillo. Según se documenta en 1683, se coronaba con un chapitel con cruz y gallo dorados y disponía de dos campanas. Tras el altar mayor, dedicado a San Francisco, y formando parte o anexa a la sacristía, parece que se encontraba una capilla a modo de trasagrario -habitual en las iglesias franciscanas-, una pieza posiblemente realizada en una fase posterior, como también los fueron las dos ampliaciones que debieron llevarse a cabo en el siglo XVI o XVII. Nos referimos a la primera capilla del lado del evangelio, ensanchada hasta alcanzar un cuadrado en planta, que probablemente correspondiese con la llamada capilla del Cristo Crucificado, ejecutada en 1617 gracias al testamento matrimonial de Juan Gayán y Gracia Pardo, cuya talla articulada se conserva en la parroquial de Cariñena como Cristo yacente; así como al tramo adicional de los pies, donde debió instalarse el coro alto, cuya bóveda, ejecutada con cañón y lunetos, estaba decorada con pinturas y sus paredes con cuadros. Según refiere Garcia Simón, este coro “contaba con una sillería de nogal y se ocultaba al interior del templo con celosias”[xvi]. En él –añade- se encontraba una escultura de la Virgen con el Niño apodada Virgen del Coro, muy devota, de alabastro policromado, de estilo gótico borgoñón, atribuida al escultor Franci Gomar o a su taller, la cual también se conserva en la actualidad en la parroquial de Cariñena.
Véase las capillas entre contrafuertes del lado del evangelio.
Imagen: Ayuntamiento de Cariñena
Adosado al lado de la epístola de la iglesia se encontraba el claustro principal, de cinco tramos por panda cubiertos con bóveda de crucería con nervios de ladrillo, de cuyos arranques quedan huellas en las paredes existentes. En el centro de la luna se había construido un aljibe para recoger las aguas pluviales, de generosas proporciones, de 5 metros de longitud, 3 de anchura y 2 de profundidad, que se cubría mediante bóveda de ladrillo. El claustro se rodeaba por las dependencias ordinarias conventuales. Siguiendo a García Simón, una de ellas era la sala capitular –una pieza de 45 palmos de longitud y 24 de anchura, que se iluminaba por dos ventanas de claraboya-; otra la biblioteca o librería, la cual se articulaba, según las disposiciones de 1673, en dos secciones, con 37 y 26 estantes respectivamente. En el piso alto, al que se subía por la escalera principal, desde el claustro, se encontraban las celdas de los frailes. En la banda meridional, junto a la entrada a la iglesia, se encontraba la portería y la entrada, donde había una escalinata.
A finales del siglo XVII el convento fue objeto de importantes mejoras. El claustro mayor, por ejemplo, fue renovado y embellecido en 1693, invirtiéndose más de 66 libras y dos años después se adquiría, para instalarlo en él, un retablo por otras 60 libras. En esa misma fecha se ampliaba la librería y se compraban cuadros alusivos a las figuras de Santa María Magdalena o San Antonio de Padua. También fueron adquiridos “joyeles de plata, objetos litúrgicos, tejidos de lujo y otros ornamentos destinados a honrar a Santa Catalina, entre otras advocaciones”[xvii]. Fue entonces cuando se realizó la decoración pictórica de la bóveda y lunetos del coro, donde estaban representadas las figuras de San Miguel Arcángel y del patriarca San José. Finalmente la iglesia fue dotada con tres confesionarios de madera de pino que costaron 4 libras y 8 sueldos[xviii].
En el ala septentrional debía situarse el refectorio y las cocinas, junto a los corrales y las naves destinadas a la actividad agrícola. En este sector había también un gran pozo de nieve, de ocho metros de diámetro. Allí se encontraban también las caballerizas y las bodegas, existiendo una sala abovedada, probablemente destinada a albergar las grandes cubas, conociéndose por las disposiciones de 1673 que en aquel tiempo disponía de dos cubas de 14 alqueces, otras dos de 12 y una de 4 alqueces.
Junto a las cocinas debía estar la enfermería –que en 1673 contaba con seis celdas- y, más allá del bloque residencial oriental, donde el convento disponía de un segundo patio, se hallaban las dependencias del noviciado. Además de las celdas correspondientes, allí se encontraban las salas de estudio, pues Santa Catalina del Monte dispuso, al menos desde el quinientos, de un colegio para novicios donde se impartían clases de gramática, filosofía y teología. Según la crónica de fray Félix Vallés, en 1722 la comunidad la componían 28 frailes.
En 1730, en el ala meridional del segundo patio, se edificó un nuevo pabellón denominado Colegio de San Buenaventura de artes, teología y moral, que admitía alumnos externos. Tal fundación fue debida a los testamentos otorgados casi un siglo antes por el matrimonio cariñenense Juan Francisco Martínez e Isabel Francisca Muñoz, y que al no poderse resolver los problemas habidos para su implantación en la ciudad, fue ubicado en Santa Catalina. Se trataba de una de las mejores construcciones del recinto, pues contaba con zócalos de sillería escuadrada. Su implantación fue determinante para promover nuevas ampliaciones conventuales, imprescindibles al haberse aumentado la actividad y con esta el número de religiosos. Así, fue urbanizado el segundo claustro -que comprendía otro aljibe similar al principal- y construida o ampliada la hospedería, que contaba con varias celdas.
Las dependencias de Santa Catalina del Monte se completaban, como en la casa de San Cristóbal, con sendas ermitas en sus proximidades, una dedicada a San Bernardino de Siena y otra a San Antonio de Padua. Con la invasion francesa de 1808 el convento fue destruido, cerrando sus puertas para siempre.
(Dibujo realizado a partir de García Simón)
[1] Usón García, R. (2023): Arquitectura medieval cristiana de Zaragoza, Vol.3, IFC, Zaragoza
2 Usón García, R. (2023): El convento de San Francisco y el colegio de San Diego de Zaragoza (frayaltamiras.com)
[1] Latorre, J.M. (2023): Fallecimiento de Juan Altamiras (frayaltamiras.com)
4 Mancinelli, C. (2017): “La Observancia franciscana en la Provincia de Aragón (1380ca-1577). Aproximación a su estudio”, Archivo Ibero-Americano, 77, nº 284, pp.53-67
5 Fray Félix Vallés de Asensio (1722): Nova et Vetera, ms. Roma, núm.27, pág.18
6 Giménez Ferreruela, H. (2013): “La fortificación decimonónica de La Almunia de Dª Godina”, Castillos de Aragón, 27, pp.20-29
7 OFM Franciscanos en Aragón (www.ofmval.org/7/ara/index.php)
8 Ruiz Ruiz, F.J. (2009): “Presencia de la Guardia Real de José I en La Almunia de Doña Godina”, La Guerra de la Independencia Española: una visión militar, (Actas VI Congreso de Historia Militar), Vol.2, Zaragoza, pp.261-270
9 Lop Otín, P. (2010): “El convento de Nuestra Señora de Jesús de Zaragoza: presentación de un plano inédito del 1880”, Artigrama, 25, pp.491-506
10 Jimeno Bosqued, J. (2009): “Romeria que llaman de San Gregorio”, ADOR, 14, pág.180. De este estudio se han obtenido los principales datos y citas para el convento de San Cristóbal. Del mismo autor, ver también (2000): “Las ruinas de mi convento”, ADOR, 5, pp.33-52
11 Su longitud es de unos 1.315 m. Su grosor es variable, entre 25 y 48 cm. Cfr.: Inventario de fortificaciones aragonesas, V-28
12 Madoz, P. (1845-1850): Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico de España y sus Posesiones de Ultramar, Madrid. Cfr.: Monreal casamayor, M. (2009): “El convento franciscano de San Cristóbal de Alpartir. Fuentes para su estudio”, ADOR, pp.77-106
13 Hebrera y Esmir, J. A. OFM (1705): Chronica real seráfica del Reyno y Santa Provincia de Aragon de la regular Observancia de Nuestro Padre San Francisco…, Zaragoza (AMZ 257) pp,530-531
14 Nos hemos basado principalmente en los estudios de García Simón, L. M. (2021): “Franciscanos y clarisas en Cariñena: los conventos de Santa Catalina y San Cristóbal”, en Tierra de conventos: Santa Catalina y San Cristóbal de Cariñena (siglos XV-XIX), (Jarque Martínez, coord.) IFC, Zaragoza, pp.28-43
15 Según García Simón, por la escasez de escombros parece que se cubría con teja a dos aguas apoyadas en estructura de madera, las cuales fueron aprovechadas tras el abandono del convento.
16 Datos del Capítulo de 1690
17 Alfaro Pérez, F.J. (2021): “El convento de Santa Catalina en los siglos XVII y XVIII”, en Tierra de conventos, Op. Cit., pp.72-89
18 Jarque Martínez, E. (2021): “Los franciscanos, las clarisas y el pueblo de Carñena”, en Tierra de conventos, Op. Cit., pp.158-175 Op. Cit., pp.158-175