EL CONVENTO DE SAN FRANCISCO Y EL COLEGIO DE SAN DIEGO DE ZARAGOZA

Aunque fallecería en su breve y postrero retiro en la casa de los menores de Cariñena, el franciscano fray Raimundo Gómez del Val, alias Juan Altamiras, autor del Nuevo arte de cocina, sacado de la experiencia económica de su autor (1745), pasó la mayor parte de sus últimos años en el Colegio de San Diego, perteneciente al gran conjunto monástico de San Francisco de Zaragoza. Se trata sin duda de uno de los más importantes monumentos arquitectónicos desaparecidos de nuestra ciudad del que apenas quedan los restos de una de sus piezas, embebida y reconvertida en espacios funcionales del palacio de la Diputación Provincial. ¿Cuál fue la historia de aquel recinto? ¿Cómo fueron sus edificios? Gracias a la cartografía, las imágenes dibujadas por Brambila durante los Sitios y los datos documentales ha sido posible realizar una aproximación al mismo.

Casi simultáneamente a la de los predicadores tuvo lugar la llegada a Zaragoza de los frailes menores o franciscanos, en 1219. Enviado por San Francisco en compañía de otros religiosos a realizar fundaciones en España, fray Juan Parente de Florencia -que con el tiempo llegaría a ser general de la Orden- llegó a Zaragoza en tiempos del obispado de Sancho de Ahones. Según refiere el cronista Hebrera[i], entre los ríos Ebro y Huerva, a la parte del mediodía, por la puerta que llaman de Valencia, a menos de 200 pasos de los muros de la ciudad, había en aquel tiempo unas casillas muy pobres que no servían sido de casual albergue a los pasajeros y como hospital a los mendigos. En ellas se decretó la fundación y en pocos días habilitaron un oratorio donde se cantó la primera misa el 28 de agosto, fiesta de San Agustín, un lugar en el que con el correr de los años sería precisamente solar del convento de los agustinos.

Plano de Zaragoza, hacia 1723. Servicio Geográfico del Ejército, Madrid.
Ubicaciones del convento de San Francisco: A) 1219-1286 B) 1286-1834

Transcurridos algo más de cuarenta años, en el sector situado al mediodía de la puerta Cinegia, donde se encontraban los jardines reales, les fue entregada por Jaime I una casa y huerta a los hermanos de la Penitencia de Jesucristo, llamados frailes del Saco por el pobre atuendo que vestían, instituto fundado poco antes en la Provenza y que tuvo una expansión rapidísima, fundándose en 1261 las casas de Barcelona, Mallorca y Valencia y estando documentada la de Zaragoza desde 1263. Sin embargo, su desarrollo se suspendería por el concilio de Lyon de 1274, donde se decretó la disolución de todas las órdenes mendicantes con excepción de los franciscanos y dominicos. En Zaragoza sólo pudieron edificar sus instalaciones provisionales, pues de su templo definitivo solo les dio tiempo de ejecutar los cimientos de su cabecera triabsidal, exhumada en las excavaciones arqueológicas realizadas durante la última reforma del paseo de la Independencia.

Ante la perspectiva de la nueva disponibilidad de aquel lugar, sería la misma familia real, con el infante don Pedro y su padre, el rey Pedro III, gran protector de los franciscanos, a la cabeza, quien dispondría su entrega con el resto de la llamada Huerta del Rey para que éstos pudieran trasladarse y levantar allí un gran monasterio donde ubicar sus mausoleos, mudanza que tendría lugar con una solemne procesión el 1 de mayo de 1286. Una vez que los menores tomaron posesión del nuevo recinto, según la crónica de Hebrera tomó de nuevo la iniciativa el infante don Pedro quien “envió a Tolosa de Francia por la planta del suntuoso templo de San Francisco. Echaron las líneas y el mismo infante, a imitación de Constantino Magno, comenzó la fábrica cavando los fundamentos y sacando algunas cestas de tierra”, poniéndose la primera piedra el 2 de mayo de 1287.

Para abordar aquella inmensa empresa constructora, tres años después unieron sus esfuerzos, mediante solemne juramento pronunciado en el capítulo, los que serían patronos de la obra: el infante don Pedro, haciéndose cargo del templo; el obispo Hugo de Mataplana, de la sacristía, ornamentos y jocalías, el coro y los altares; Pedro Cornel, señor de Alfajarín, el dormitorio o salón; Esteban de Roda, Bayle General de Aragón, el claustro abovedado, donde se ubicaría su sepulcro de piedra, con cinco celdas altas y cinco bajas, y un cuarto para enfermería y hospicio; y Beltrana Duerta, señora de Mezalocha y camarera de la reina, el refectorio y la sala capitular.

El proyecto del convento de los menores de Zaragoza tiene su inicio en un momento especialmente interesante para la arquitectura medieval en el ámbito de la Corona de Aragón[ii], en la que la tipología de los edificios de los mendicantes busca nuevos espacios de predicación donde acoger a los fieles. Los Cordeliers de Toulouse, cuyo proyecto sirvió de inspiración al zaragozano, estaban construyendo un gran templo de nave única de 16,70 m de luz. Los predicadores, que promovían un espacio de 19,60 m en les Jacobins, terminarlan formando un salón de dos naves. Coetáneo de la iglesia de Zaragoza y con esa misma luz, se edificaría el templo-paradigma de la arquitectura de ladrillo de nave única del Midi, la catedral de Albi.

Ruinas de Zaragoza, Gálvez y Brambila, 1812. Calcografía Nacional
Vista del Coso.

El conjunto franciscano debía haber alcanzado un buen nivel de desarrollo cuando fue hogar de los hijos de Alfonso IV, los infantes don Pedro y don Jaime, custodiados por fray Sancho López de Ayerbe desde 1328 hasta 1333. Cuando Pedro IV ascienda al trono tres años después, todavía seguiría un tiempo habitando en sus celdas mientras preparaba su residencia en la Aljafería, entregando en su despedida una elevada suma para la fábrica de la iglesia, con la cual, según la crónica del padre Jordán “se subieron las paredes de aquella regia basílica hasta el arrancamiento de los arcos, quedando cuatro capillas perfectamente acabadas”. 

Este debía ser el estado de la obra de la fábrica cuando asoló la ciudad la epidemia de la peste negra de 1348, dejando el convento en estado crítico y todas sus obras detenidas durante mucho tiempo. Unas circunstancias que se complicarían todavía más durante la guerra de los Dos Pedros, tiempo en que estuvo a punto de derribarse el templo cuando fueron tomadas drásticas medidas preventivas en la ciudad tras la toma de Tarazona por el ejército de Castilla, en 1357.

Hay que esperar al tiempo del guardián fray Juan de Tauste para que tuviera lugar la conclusión de las obras. En 1381 el rey encargaría a Pere Moragues la reubicación del sepulcro de Teresa de Entenza, su madre, y la realización de los de sus hermanos los infantes Isabel y Sancho. Del primero, dice Quadrado, que era un mausoleo de mármol sostenido por seis leones con su efigie en traje de religiosa y con figuras llorando en derredor del sepulcro. En 1390 se rematarían los trabajos de estructura y cubiertas del templo, completando una tarea que se había dilatado durante más de un siglo. A fray Juan de Tauste se debe también la pavimentación de la iglesia, el coro bajo de 32 sillas primorosamente labradas, el pozo y jardines de los dos claustros, y sendas celdas labradas en sus cabezas.

Buena parte de las mejoras realizadas en San Francisco en el cuatrocientos se deben al impulso y posterior legado de fray Pedro de Verayz, confesor de la reina doña Blanca de Navarra y arzobispo de Tiro, quien falleció en la casa zaragozana en 1457. Su sepultura de alabastro con su imagen y hábitos de arzobispo fue colocada junto al sepulcro del infante don Pedro en las gradas del altar mayor y sus armas se grabaron los arcos de la iglesia. A él se debe la ampliación de la crujía de los pies del templo donde se instaló el coro alto cubierto por una bóveda estrellada de 27 claves. A finales del siglo XV y principos del quinientos se construyeron el atrio de entrada al convento y su torre de campanas. El primero, tan capaz como una iglesia, se formó como una nave que nacía en la portalada del Coso y llegaba hasta la puerta del templo. En sus flancos se realizarían en el siglo XVI la capilla de Loreto y la de la cofradía del Crucifijo, después llamada de la Sangre de Cristo, la cual organizaba la “procesión del entierro de Christo Nuestro Señor”. La torre fue edificada sobre la capilla radial axial del ábside, y se componía de dos cuerpos rematados por una basa de coronación cubierta por un chapitel, un bello ejemplar de ladrillo cuya obra debió terminarse poco antes de la primavera de 1510, ya que la grúa y el fuste recién desmontados fueron utilizados en la ampliación del campanario de San Pablo que se ejecutaba en esas fechas. En el siglo XVIII sería suplementada con un nuevo cuerpo, tal como aparece en los dibujos de Brambila. 

El paso del convento a la observancia, en 1567, condujo a una época de esplendor, contando con importantes mecenas, como Artal de Alagón, conde de Sástago y virrey, a quien imitó su hijo, haciendo un muy hermoso capítulo. Pero la mayor contribución vendría de la mano de Juana de Toledo, de quien señalan las crónicas que hizo un dormitorio y un lienzo del claustro interior, con el de profundis, que está a la entrada del refitorio mayor, con otros riquísimos ornamentos. En reconocimiento de lo cual se le dio debajo del altar mayor en una capilla que hizo de la Concepción, uno de los más autorizados entierros que tiene España. Tras ella llegaron numerosas actuaciones de forma que todas las capillas del presbiterio fueron reformadas y constituían un espléndido conjunto artístico, habiéndose transformado los arcos ojivales de su primitivo alzado por nuevas portaladas renacentistas trazadas con arcos de medio punto con sus artesones en el intradós y sus rejados iguales.

La enseñanza de teología y otras materias que habían dado un florecimiento cultural al convento de los menores durante su dilatada historia se colmaron con la fundación del Colegio de San Diego, edificado por el maestro Andrés de Alcober en su extremo meridional gracias al patronazgo de los condes de Fuentes, el cual comenzó a funcionar en 1601. Allí residían unos diecisiete frailes: un guardián, dos lectores, doce colegiales y otros dos frailes para los demás ministerios. Las instaciones fueron completándose en los años siguientes. En 1628 fue contratado con el escultor Raimundo Senz las tumbas en alabastro de Juan Carlos Fernández de Heredia y su esposa, con efigies arrodilladas en los sepulcros. En las mismas fechas los maestros Martín Palacio y Raimundo Vedruna construyeron la escalera principal, nuevas celdas y la biblioteca. Tres años después se contrataban las últimas obras para la terminación de la iglesia.

El estado del convento de San Francisco en los tiempos de Juan Altamiras lo podemos conocer a través del relato de Casamayor[iii]. La iglesia era uno de los mayores templos de bóveda de una nave que había en toda la cristiandad, pudiéndose decir veinte misas simultáneamente, pues tenía diecinueve capillas. El altar mayor se había construido de nuevo en 1730, sustituyendo al antiguo, que fue colocado en el claustro. Era un enorme tabernáculo de madera tallada, con doce columnas de mármol negro apoyadas sobre pedestales del mismo mármol, al cual se subía por ocho gradas muy espaciosas, teniendo todo alrededor un balcón de bronce. Debajo del coro y fuera de la nave de la Iglesia, había un espacio grande donde había dos capillas: la de la Transfiguración del Señor, donde hacían fiesta los maestros de Arquitectura, y la de Nuesta Señora de los Ángeles.

Vista de Zaragoza, Wyngaerde, 1563. Biblioteca Nacional de Viena.
Detalle del convento de San Francisco

El 6 de febrero de 1809, desde los sótanos del Hospital de Gracia los minadores franceses abrieron galerías alcanzando los cimientos de San Francisco. Escribió Lejeune[iv] que su objetivo era “penetrar hasta debajo del campanario, a fin de que la caída de esta inmensa mole aplastase la iglesia y el convento”. Aunque cargaron un hornillo con 3.000 libras de pólvora y la explosión hizo templar a toda la ciudad, la torre no se movió. Hubo que esperar a las actuaciones promovidas por el gobierno galo para la creación de la futura plaza de España y el paseo de la Indepedencia para que, mediente voladuras, se derribase la iglesia, en 1810.

Planta hipotética del convento de San Francisco de Zaragoza (s. XVIII) según Ricardo Usón.
1. Templo  2.Claustros  3.Salón de Cornel  4.Colegio de San Diego 

De las construcciones conventuales sólo quedó en pie el salón de Cornel, paradójicamente salvado del derribo por el general Suchet, quien, deslumbrado por su belleza, no solo sacrificó sus planes para ubicar allí unos jardines sino que ordenó el refuerzo de los contrafuertes de su estructura, la cual permanece inscrita en el palacio de la Diputación Provincial, en cuya fachada se recuerda la presencia histórica de la orden seráfica en una lápida colocada en 1926 y cuya leyenda reza: “Aquí fue desde el mismo siglo XIII el Convento de Frailes Menores que dio nombre a esta Plaza de San Francisco. La piedad franciscana, en el VII Centenario de la muerte del Santo, consigna esta memoria”.


[i] Hebrera y Esmir, J. A. OFM (1705): Chronica real seráfica del Reyno y Santa Provincia de Aragon de la regular Observancia de Nuestro Padre San Francisco…, Zaragoza (AMZ 257)

[ii] Usón García, R. (2023): LA ARQUITECTURA MEDIEVAL CRISTIANA DE ZARAGOZA. ORIGENES Y PARTICULARIDADES DE LA ARQUITECTURA GOTICA REGIONAL, Institución Fernando el Católico, Diputación Provincial de Zaragoza.

[iii] San Vicente, A. (1991): Años Artísticos de Zaragoza, 1782-1833, sacados de los Años Políticos e Históricos que escribía Faustino Casamayor, alguacil de la misma ciudad, Ibercaja, Zaragoza

[iv] Lejeune, General (2009): Los Sitios de Zaragoza. Historia y pintura de los acontecimientos que tuvieron lugar en esta ciudad abierta durante los dos sitios que sostuvo en 1808 y 1809, Ed. Pedro Rújula, Institución Fernando el Católico, Zaragoza