ÚLTMOS DÍAS DE JUAN ALTAMIRAS EN EL CONVENTO DE SANTA CATALINA
Comenzaba el otoño de 2008, acababa de licenciarme en Historia y precisamente arrancaba un proceso histórico: una crisis económica mundial que daba al traste con aspiraciones de futuro de toda una generación.
Fue entonces cuando la profesora de Historia Medieval Encarna Jarque me propuso sumarme a el equipo de investigadores que estaba formando para estudiar los conventos franciscanos que existieron en Cariñena. ¿A mi? ¿Por qué? Si ya estaba muy claro que mi carrera investigadora era en el ámbito de la Prehistoria y la Arqueología. Si bien es cierto que no me disgustaba la Moderna, quizás por que por desconocimiento me resultaba exótica. Y allí que me embarque, mi primer trabajo como historiador y mi primera publicación científica. Pronto descubrí, además de la confianza de esta profesora en mi trabajo como investigador, la importancia (y responsabilidad) de contar en el equipo con alguien del territorio, que conociese el lugar, su cultura y sus gentes.
Pero no fue todo tan sencillo. Desde muy pequeño ubicaba en Cariñena la calle de las Monjas. Aquella (como otras muchas) donde se hacinaron los vecinos de Tosos, mi pueblo, y otras poblaciones del valle del Huerva a partir del verano de 1936, cuando se establece el frente de guerra en el eje norte-sur de Aragón. Entre ellos mi abuelo Lucio, que desde los seis años guarda un recuerdo nítido del devenir de familiares y amigos durante los tres años de ese aciago conflicto. Cercano a esta calle se yergue el Torreón de las Monjas, único resto del amurallamiento de Cariñena que queda en pie. Que hubo en este solar un convento estaba bastante claro, y aunque poco se conserva de los edificios que lo componían, hoy podemos disfrutar de él reconvertido en Casa de Cultura. Que monjas vivieron allí era una cuestión que desconocía.
Fue mi otro abuelo, Marcos, quien durante una comida en la que le contaba ilusionado el proyecto en el que me había enredado, me habló de unas ruinas al lado de la paridera del Convento, en uno de los caminos principales que comunican los montes de Tosos, concretamente el Monte de Alcañiz, con la cabecera del campo cariñenense. Después de comer, echando el café en el Casino del pueblo, y al hilo de sus recuerdos de los viajes entre la Paridera Vieja donde se crió y Cariñena, le pregunto a Justo, tosino que vivió toda su juventud en esa paridera del Convento y que podía describir con detalle como fue la época de esplendor de estas construcciones que salpican el entorno agrícola de nuestros pueblos. Y con tantos y tan buenos recuerdos allá que nos fuimos, abuelo y nieto a recorrer y descubrir un verdadero yacimiento arqueológico, cuyas ruinas se resistían a desaparecer para hacernos recordar un pasado lleno de gentes y vivencias.
¡Cómo iba a imaginar que más de una década después el destino me iba a ligar de nuevo con este entorno y de una manera tan exquisita!
La documentación estudiada nos hablaba de los edificios, las jocalías, los donativos, los prestamos que hacía el convento y sus posesiones a pesar de sus prohibiciones… Y por supuesto de sus frailes, sobre todo de aquellos dotados de labia que alcanzaron gran fama por sus sermones en la zona y cuyos hábitos, sus vestiduras, eran vendidas como mortajas a la devota población de la época, más caras cuanto más desgastadas y usadas estaban.
Pero, como es habitual, los escritos que nos han llegado obvian lo corriente, lo que consideraban poco importante para dejar por escrito. Conocemos su alimentación, es obvio que la dieta era lo que hoy conocemos como Mediterránea y de kilometro 0, no por elección sino por que era lo que había, pero poco nos ha llegado de quienes la preparaban y cómo.
Aunque siempre existen las excepciones, y en este caso fue Raimundo Gómez Val. Quién sabe si con intención o aprovechando una oportunidad que le brindaba el destino, nos legó la sabiduría que había adquirido forzosamente entre los fogones, en una sencilla obra con una importancia enorme.
Más nos gustaría saber de los últimos años de este fraile que, quizá por casualidad, habitó sus últimos días en el convento de Santa Catalina. Sabemos que falleció en Cariñena, entre los años 1770 y 1771, pero desconocemos la fecha exacta de su defunción y, por supuesto, si se encontraba en el cenobio cariñenense por algún motivo concreto. Quizá se requiriese su arte en la cocina tras la ampliación de este centro religioso que había visto duplicar tanto su extensión como sus moradores durante la vida de Raimundo.
Sin duda, la singularidad de este lugar se acrecenta al conocer que entre sus muros habitó y estuvo sepultado un personaje tan singular, y cuyo legado nos permite disfrutar de sus saberes de la mejor forma posible para el ser humano: en torno a la comida que, no por sencilla y habitual, deja de ser suculenta y extraordinaria.